(...)
Una casa deliciosa, ¿no es cierto? Las dos cabezas que ve ahí son de esclavos negros. Un emblema.
La casa pertenecía a un negrero.¡Ah! en aquellos tiempos nadie ocultaba su juego. Se tenía aguante, decían:"Vale, soy un hombre respetable, soy traficante de esclavos, vendo carne humana". Me parece oír desde aquí a mis colegas de París. Porque sobre esa cuestión no admiten compromisos, no dudarían en lanzar dos o tres manifiestos, incluso más. Pensándolo bien, yo añadiría mi firma a la suya. La esclavitud, "¡ah, no!, ¡estamos en contra!" Verse obligado a instaurarla en su casa, o en las fábricas, bien, eso entra dentro de un orden, pero jactarse de ello es el colmo.
Ya sé que es imposible dejar de dominar o de ser servido. (...)
¡Ah! ¡Nuestro querido planeta! Ahora todo está claro.. Ya nos conocemos y sabemos de lo que somos capaces. Mire usted, yo mismo, para cambiar de ejemplo ya que no de sujeto, siempre he querido que me sirvieran con la sonrisa en los labios. Si la criada tenía la expresión trise me envenenaba el día. Tenía derecho a no estar alegre, por supuesto. Pero yo me decía que más le valía que hiciera su servicio riendo antes que llorando. De hecho, más me valía a mí. Sin embargo, sin ser deslumbrante, mi razonamiento no era del todo estúpido. Del mismo modo siempre me negaba a comer en los restaurantes chinos. ¿por qué? Porque los asiáticos, cuando se callan delante de los blancos, siempre parecen desdeñosos. Naturalmente, al servir conservan ese aire. ¿Cómo poder disfrutar de un pollo laqueado, y sobre todo, al mirarlos, cómo pensar que uno tiene razón?
Por consiguiente, y que quede entre nosotros, la servidumbre, de preferencia sonriente, es inevitable. Pero no debemos reconocerlo.
Albert Camus, La caída, 1956
Untitled, 2002 (the raw and the cooked)
Rikkrit Tiravanija
Luca Guadagnino, 2010
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